Zumiriki de Oskar Alegría






ZUMIRIKI. UNA PELÍCULA PARA RECUPERAR LA MEMORIA

76. Mostra di Venecia, 2019


Texto: Fernando Pérez de Laborda.
Fotos: Fernando Pérez de Laborda y Oskar Alegría.
Dibujos: Maribel Tena

La infancia es la patria de la que estamos exiliados, decía Frédéric Boyer. No hay nadie que pueda vivir eternamente en la infancia y todos estamos obligados a buscar una nueva vida fuera de sus fronteras. Desde la distancia que se va acumulando con el paso de los años, sus recuerdos van cobrando una dimensión especial.

En verdad, los recuerdos de la infancia no son otra cosa que el fruto de una hipérbole, un aumento desmedido de una realidad que pertenece al pasado y que ha sido retenida en nuestro cerebro de hoy con los valores de entonces. Los kilikis parecían más cabezones, las tartas más grandes, los desvanes más oscuros. Cada uno de nosotros guarda la ilusión de poder volver algún día a su infancia, consciente de que todas esas escalas están distorsionadas. Porque los armarios en los que nos escondíamos y los árboles a los que trepábamos se movían en unas magnitudes que ya no existen, aunque el armario y el árbol sigan ahí. La niñez, en el fondo, no es otra cosa que nuestro pequeño país de Gulliver.

Oskar Alegría realizó su primer largometraje en el 2012. En Emak Bakia baita el director jugaba con la idea de la casa como primera imagen que surge cuando rememoras la niñez. La tarea que Oskar se propuso entonces fue recuperar la memoria íntima del hogar y otorgarle la importancia que merece cuando ya ha sido pasto del olvido colectivo. La película, que buscaba la casa Emak Bakia donde el artista surrealista Man Ray realizó en 1920 un corto con el mismo nombre, fue una propuesta de cine realmente diferente en la que se jugaba con la fórmula de la libre asociación de ideas típica del surrealismo.

Una vez que encontró el armario, Oskar quiso encontrar el árbol: "Decía Gaston Bachelard que nuestras primeras imágenes siempre son tres: una casa, un camino y un árbol". Oskar había decidido dar el segundo paso en la búsqueda de esa particular trilogía: debía encontrar el árbol al que tenía prohibido subir.

Después de ejercer durante 4 años (2013-2017) como director del Festival Punto de Vista, Oskar Alegría se pudo centrar ya definitivamente en la elaboración de su siguiente película, una cinta que habría de seguir el curso inusual que abrió la primera. Zumiriki es, como ya señaló el día de su presentación Alberto Barbera, el director dela Mostra de Venecia, una película indefinible y sorprendente. Su opinión muestra lo complicado de ponerle un calificativo a un película que deconstruye el cine, saltándose todas las barreras establecidas entre la ficción y el documental.

Pero crear un universo indefinible y que sorprenda no es tarea nada fácil. Convertir un pequeño territorio en un mundo extraordinario y darle un vuelo universal que sea comprendido más allá de sus fronteras es un privilegio al alcance de muy pocos.

Oskar buscaba su Obaba. Y su Obaba le estaba esperando en la borda en la que pasaba los veranos con su familia. Aquel lugar de juegos, situado en una foz que el río Arga abría en un bosque de encinas, tenía el río como frontera. En mitad del río, una isla; al otro lado, un bosque misterioso y salvaje. Oskar, que llevaba ya tiempo rumiando la idea, comenzó a frecuentar de nuevo aquel lugar. La presa construida aguas abajo del Arga había hundido la isla y, con ella, parte de su infancia. Pero los árboles secos que la habitaron, que se erguían como mástiles de un naufragio, parecían querer decir: aquí estoy.

Si quieres crear un universo y darle una atmósfera de misterio lo normal es recurrir a los elementos que se sabe que funcionan: oscuridad, música y criaturas fantásticas. Pero el mayor mérito del verdadero artista es sorprender con algo mucho más básico, como una sencilla respuesta a una pregunta trivial: ¿Queda mucho para Obaba?, preguntaba la joven que conducía camino del pueblo; 87 curvas, le respondía el aldeano con un lagarto en la mano. Curvas y lagartos son alegorías que sugieren la entrada a un mundo distinto.

Oskar necesitaba recabar historias para buscar ese mundo propio. Escuchó a los pastores hablando de ahogados por las riadas y devorados por los lobos y formulando preguntas que él nunca se habría planteado: ¿Para qué sirven tantas estrellas? Pero en su retina guardaba una figura que escondía un doble misterio: Francisco Albistur Albistur, el pastor que habitaba el caserío de Iriberri y que, cuando él era niño, asomaba desde el bosque de la otra orilla del río para hablar euskera con su tío Vicente. El euskera fue el primer misterio revelado, un idioma que él no comprendía y que después quiso aprender. El segundo misterio estaba por llegar: se propuso entonces recuperar el puente que aquellos euskaldunes tendieron sobre el río Arga y ponerse en contacto conmigo. Zumiriki empezó a tomar forma.

Durante una semana Oskar ocupó el caserío de Iriberri para imbuirse del espíritu de Francisco. Y allí, en su soledad, tuvo la idea. Quería construir una cabaña en la orilla impenetrable del río, aislarse así durante cuatro meses, desprenderse de su alma urbana, convertirse en selva. ¿Sería posible retomar la infancia durante 4 meses? ¿Volver a aquel paisaje donde "te oyes niño"? Así tendría que ser. El lugar aún permanecía intacto, como un milagro, esperando el reto. Levantar una cabaña y llevarse dos gallinas, 70 libros, una silla y un reloj parado a las 11 y 36 y 23 segundos significaba poder crear un universo hecho a su medida, donde las coordenadas de espacio y tiempo no existieran, un lugar en el bosque donde se pudiera realizar el viaje poético a la infancia. Un proyecto pensado para materializar la memoria.


Zumiriki es un documental construido a base de paciencia. Posarse sobre un árbol, levantar un nido y escudriñar el paisaje con ojos de buho es el mayor mérito de esta película que intenta montar historias de la nada. Porque allí donde parece que no pasa nada ocurre de todo. Comenta Iñaki Lacuesta sobre la película: "Sabíamos que un pintor lo puede decir todo pintando una sola flor. Ahora sabemos que un cineasta lo puede contar todo filmando una sola nube". Armarse de paciencia y observarlo todo. Mirar al cielo y volver al juego infantil de reconocer figuras en las nubes. Para Oskar no es la Acción la que pone en marcha los mecanismos de su cine, sino la Inacción. ¿Cuántas veces hay que mirar una ventana para reconocer los detalles que a los demás se nos escapan? ¿Cuántas hay que ver transitar un animal, curioseando, olisqueando o huyendo, para ganarse el título de protagonista? Todo este trabajo de fina observación es el que hace que cada escena de la película sea el fruto de una idea que el director ha discurrido de ella.

"La casa Emak Bakia es una película sobre un cazador, de alguien que sale a buscar la presa, que es una casa. Zumiriki es sobre un pescador que se queda esperando a que la presa vaya hacia él", comenta Oskar. Y la película que se plantea aquí es la siguiente: ¿Alguien jamás ha atrapado un espíritu? ¿Cómo localizar a Francisco? ¿Cómo invocar a aquel pastor que estuvo 40 años viviendo allí solo, sin agua y sin luz? Aquella pregunta que parecía no tener respuesta, la tenía. Cuando a Patxi 'el vasco'  le detectaron una úlcera de estómago, no quiso que le internaran en un hospital. Cuando unos pocos años después un camión acabó de llevarse las últimas vacas que tenía, no hubo manera de meter una de ellas en el vehículo. Ambos sabían que salir de allí era morir. Aquella vaca que todavía paseaba el espíritu salvaje de Francisco se habría de convertir en el animal más escurridizo de la selva. De la misma forma que los álamos personalizaban la isla, la vaca personalizaba al 'vasco'. La memoria perdida se encontraba allí. Árboles y vaca se erigían en protagonistas.

Cuando uno ve una película que muestra el mundo rural vasco, espera ver paisajes por todos conocidos. Películas como Handia o Amama, ambas con una espléndida fotografía, muestran postales idílicas de nuestros montes: sirimiris, praderas, bosques y nieblas. Sin embargo, el entorno en el que nosotros queríamos filmar se componía de un micro-paisaje en el que debía caber todo un macro-mundo. Un prado en mitad de un bosque que se inclina sobre el último aliento de una isla encallada iba a dar a la película una perspectiva casi claustrofóbica. Una visión del mundo rural difícilmente digerible por estos lares. Donostia nos falló. ¿Dónde sería entendida?

Zumiriki, un homenaje a la memoria hecha sin medios y con un equipo de mínimos, era una apuesta arriesgada. El jurado de la Mostra de Venecia quiso, sin embargo, reservarle una premier mundial en la sección Orizzonti. Para nosotros un regalo inesperado. El premio al tesón de un náufrago que no desiste de lanzar mensajes: "No creía que fueran a recoger mi botella, ni que la abrieran, ni mucho menos que les fuera a gustar".

El nerviosismo inicial se disipó el mismo día de la llegada. Y nos pilló a todos de sorpresa. Nos embarcaron en una lancha motora que volaba sobre las aguas de la laguna de Venecia engalanada como un Rolls-Royce y nos recibieron en el embarcadero privado del Hotel Excelsior, mientras la gente nos fotografiaba desde la terraza de la calle como si allí hiciera su entrada una comitiva real. A partir de aquel amerizaje interestelar todo fue in crescendo. Cambiar una vereda entre ginebros por una alfombra roja de estrellas consagradas, entrar en una gran sala acompañados del director de la Mostra, recibir el aliento del público congregado a pesar de la tormenta que había espantado a los turistas, recibir al finalizar una ovación que se iba retroalimentando hasta emocionarnos a todos..., todo eso es el mayor premio que se pueda conceder.

Venecia impone. Es la cuna del cine. El festival más viejo del mundo. No queríamos irnos de allí sin dejar, de manera simbólica, una parte de Zumiriki: un puñado de tierra navarra que baña los campos de Artazu y Gares. Aprovechando la aglomeración de un grupo de activistas que precisamente defendían la tierra, esparcimos esta sobre la alfombra roja del Palazzo del Cinema. La Mostra de Venecia había salvado de la muerte zumiriki, una palabra que en el habla local significa "isla en el río". En agradecimiento a este esfuerzo, la isla hundida del Arga aportaba su granito de tierra para que aquella no acabara también sumergida.


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